22 de septiembre de 2006

Desencuentros

Ella tomó el tren de las 18.26. Iba a visitar a su amiga Nadia. Nunca tomaba este tren. Se sentía misteriosamente extranjera. Parecía mentira que con un anden de por medio, y un destino dispar, las cosas fueran tan distintas. Porque a esta altura, después de tantos años, había cierta familiaridad con el ramal que tomaba diariamente. Había muchos pasajeros que siempre cruzaba. Era esa extraña familiaridad que a su vez impide cualquier contacto, a menos que algún hecho fortuito lo haga inevitable.
Pero ahora no. Todo era extraño. Las caras, los vendedores ambulantes, los guardas, las estaciones, los músicos que pedían plata a cambio de mitigar el traqueteo.
Logró sentarse luego de la primera parada. Y ahí fue que lo descubrió. Él la miró. No era una mirada pesada, ni molesta. Ni siquiera incómoda. Sus ojos se encontraron. Una y otra vez. Era como un descanso mutuo. No les costaba mantener esa mirada. Es más, no podían dejar de mirarse. Pasaron de un par de miradas fugaces, intrigadas y vergonzosas al principio, a una mirada profunda, comunicativa, definitiva.
Los vendedores, los demás pasajeros, los guardas, las estaciones, todo pasó a un segundo plano. Solo subyacía ese mínimo de atención necesaria para saber cuándo uno ha de bajarse. Y de pronto sucedió. Ella tuvo que bajar. Su amiga Nadia la estaba esperando. Se siguieron mirando aún cuando el tren se movió. Ella desde el andén y él desde adentro. Ella tenía la seguridad que lo iba a volver a encontrar, era el tren de las 18.26, no cabía ninguna duda.
Al día siguiente, a pesar de no tener que ir a ver a Nadia, ella volvió a tomar el tren de las 18.26, subió al mismo vagón. Se sentó en el mismo asiento pero esta vez, desde la salida. Y empezó a buscarlo. No estaba. Igual, faltaban un par de minutos para que el tren saliera. Ya subiría. El tren arrancó. El no estaba. Ella comenzó a ponerse nerviosa. Esperó una estación. Y comenzó a caminar por el tren. En un sentido, y en el otro. Lo recorrió de punta a punta. Pero no. Él no estaba. Se ve que había perdido el tren. Un extraño sentimiento de desencanto la inundó. ¿Cómo no se esforzó por tomarse el mismo tren? ¿Acaso no era obvio que se tenían que volver a encontrar ahí? ¿Cómo podía ser? Pero no estaba. Ella de a poco fue tranquilizándose. Una estación después de la que correspondía a la casa de Nadia, se bajó, cruzó al otro andén y se volvió. Mañana iba a volver a intentar. Durante la vuelta, que le pareció eterna, ella ideó distintas estrategias para el día siguiente. Iba a ir más temprano, como para esperar el tren. Se iba a parar al comienzo del andén. Lo iba a tener que ver. El tenía que pasar por ahí. Se iba a vestir igual que el día que sus miradas se encontraron. Tenían que volver a encontrarse. Era obvio. Y así hizo. El día siguiente, y el otro, y toda la otra semana. Se tomaba igualmente el tren, por si el subía en la primera estación ya que lo había descubierto luego de esa parada. Pero no. No lo encontraba.
De a poco, esa sensación de extranjería que tuvo al principio en ese ramal, fue amainando. De a poco, cuando resignada bajaba la guardia, comenzó a disfrutar de los músicos, a repudiar a los vendedores, a familiarizarse con los guardas. Luego de un mes, seguía con la esperanza de volver a verlo. De volver a descansar en esa mirada. De volver a soñar. Encontró una excusa cualquiera para visitar más seguido a Nadia, porque se le hacia muy tarde, a veces tenía hambre y sueño. Perdió esa costumbre de leer en el tren, que tanto la reconfortaba. Algunos comenzaban a mirarla con desconfianza. Luego de varios meses, canceló su contrato de alquiler, y se mudó a lo de Nadia. Cualquier excusa le sirvió. Empezó a tener problemas en el trabajo, porque cada tanto salia temprano. Su obsesión comenzó a abarcar las mañanas también. Pero nada. Nada de nada. Esos ojos, que cada vez se desdibujaban más, no aparecían. Y no aparecieron.
Él, se bajó en la estación siguiente a la que se había bajado ella aquella vez. Iba a lo de su primo. Era la última vez que lo iba a ver ahí. Le habían asignado un destino en la patagonia, que tanto anhelaba. Él se lamentó que ella se hubiese bajado. No se había animado a bajarse. No puedo enamorarme todos los días, dijo. Y ese tren no lo tomó más.

6 comentarios:

nat dijo...

¡Es una historia triste!

nat dijo...

A partir de ahora voy a tener más cuidado cuando miro a la gente en el tren. ¡Mirá que peligro!

Andrea Felsenthal dijo...

Ah... los trenes esos espacios móviles de múltiples obsesiones. Yo, por ejemplo, creo ver a mi ex novio en cualquier espacio móvil, ganas serán,absurdas además porque jamás toma colectivos o trenes o metros, pero ahí estoy yo, buscando su rostro ¡y creyendo verlo!

MALiZiA dijo...

De eso se trata lo que escribí en mi post, me alegro que te haya inspirado a escribir una historia tan bella. Tiene la desesperanza del desencuentro, pero a su vez abre la posibilidad de que él o ella pueda estar en cualquier vagón de un tren. Muchas veces encontré esas miradas pero seguí de largo, aunque me quedaron las ganas de bajarme y seguirlo.
Gracias, un beso.

Anónimo dijo...

mmmm... ella será modelo obse, pero él... es un fóbico de aquéllos...

buen provecho!!

y saluditos a todos los fóbicos/as y obsesivos/as conocidos

Hernán Schillagi dijo...

Aquí Quebrantapájaros: Fabián te devuelvo la visita que me hiciste en mi blog. Anduve dando desencontrándome por los recovecos de este río y me ha gustado mucho. Prometo volver, con la frente marchita. O no.