2 de abril de 2007

Como todos los días

Como todos los días, Ladislao llegaba a la oficina puntualmente, luego de un buen rato de viaje. Los lunes se hablaba de fútbol y él comentaba si había ido con sus hijas al cine, o al zoológico, o al shopping a comprar algún chiche electrónico de moda. Algunos martes solía contar las travesuras que su hija menor había hecho en el jardín de infantes. Los miércoles discutían alguna noticia del día anterior. Los jueves se iba temprano, “tengo un partido de paddle”, les decía. Los viernes abandonaba la corbata y no se afeitaba, porque era un “casual day”. Por las tardes, emprendía la vuelta con algún best seller bajo el brazo.
El lunes pasado, Ladislao no comentó sobre fútbol. Rehusó contestar las preguntas de sus compañeros aduciendo excesivas cosas pendientes. A eso de las seis de la tarde, alguien le preguntó si se sentía bien. “Ya me cansé. Ya está.”, dijo y se fue. Tomó nuevamente el subte, luego el tren, y luego un colectivo de línea. Se bajó después de casi dos horas de haber salido de la oficina, y caminó las diez cuadras que lo separaban de su casa. Abrió la puerta de su guarida casi destruida, casi desierta, a la que había vuelto un día como ese, exactamente quince años atrás, y escuchó a su madre que le decía “calentate unos fideos que te dejé por ahí”.
El martes los trenes anduvieron con retraso, un accidente en un paso a nivel complicó la mañana. Un hombre había sido arrollado por una formación.
En la oficina se extrañaron que Ladislao no hubiese llegado a horario, como todos los días.