16 de enero de 2007

Persistencia del Abandono

Cuando niño, se ve que estaba de moda por el barrio, mi madre me inscribía en cuanta actividad extraescolar aparecía por ahí. Así pasé por cursos de dibujo, danzas folclóricas, bombo, guitarra, y hasta fui miembro de un coro de niños. Por supuesto, esas actividades fueron sucesivamente dejadas de lado en pos de la siguiente de la lista.
Ya en la adolescencia comencé cursos de inglés, dactilografía, dibujo humorístico por correspondencia, computación, incluso de electrónica con las revistas Lupín.
En otro orden de cosas, tomé clases de tenis, entrené volley, remo, jugué pelota a paleta, hice natación, y obviamente arrastrado por los avatares de la moda, intenté el paddle.
Siempre estas actividades, tal vez signado por las tempranas experiencias frustradas de la infancia, fueron abandonadas una tras otra. Y eso que en muchas me defendí bastante bien y hasta ligué algún que otro premio.
Luego fueron dietas, gimnasios, lectura de algunos libros, la afición a la astronimía, dos o tres amigos, alguna que otra novia, fascículos coleccionables y no menos de tres o cuatro costumbres sanas.
En la facultad, fui un experto en anotarme en más materias de las que naturalmente podía cursar, empezar a ir a todas las clases, y al poco tiempo abandonar la mayoría.
Una vez abandoné un libro en el banco de una plaza. Otra vez luego de dos horas de proceso en un supermercado, quedó el changuito lleno a pasos de la caja porque me había aburrido. A una novia la planté en el altar, y a otra me le bajé en la mitad de un viaje en colectivo. Un ficus que me regalaron lo cuidé esmeradamente durante varios años, hasta que un día no lo regué más.
Una vez tuve un trabajo muy aburrido y a partir de un día cualquiera, no fui más. Después tuve un trabajo muy interesante. Pero también lo dejé al poco tiempo, a pesar de que no sólo era muy bueno en lo que hacía, sino que además me pagaban bien.
La semana pasada empecé a leer una novela de ciencia ficción poco creíble. No pasé de la página 52. Ahora que me acuerdo, hace como media hora puse la pava para el mate. Ese chillido que se oye debe ser el vapor del agua hirviendo, o la pava a punto de explotar. Y por lo que veo, este post no...

8 de enero de 2007

Déjà vu

Lo que sucedió cuando tenía 18 años, en uno de mis primeros viajes como estudiante a Buenos Aires, me atormentó durante mucho tiempo. En esa oportunidad viajé desde mi pueblo en el camión del tío de un amigo. Habíamos salido de madrugada, a eso de las 3, de un lunes frío de abril, en un camión Bedford bastante arruinado, muy cargado y lento. Me dejó en una zona del puerto de Buenos Aires donde tenía que descargar. En esa zona, a esa hora de la madrugada, con la fresca, me encontré de pronto solo, casi perdido con mi bolso a cuestas. Comencé a caminar para donde creía que estaba Retiro. Luego de un rato, con la primera claridad matutina, llegué a la estación del tren Mitre, en la que me sentí a resguardo por las veces que había llegado a la ciudad en ese tren. Una vez adentro me senté en un banco junto al andén y allí me quedé un buen rato, acurrucado en mi campera de jean con corderito. Incluso creo que algo dormité. Cuando amaneció empezaron a llegar los trenes cargados de gente que iba a trabajar. Ya más tranquilo, tomé el bolso y comencé a caminar hacia el subte. En la ventanilla compré fichas y le pregunté a un señor que acababa de comprar la suya cómo tenía que hacer para llegar a la estación Bulnes. Cuando cruzamos la mirada y unas pocas palabras algo me estremeció hasta los huesos. Había algo extremadamente familiar en su mirada. Noté que el también se alteró. Apartó la mirada y se fue corriendo. Nunca miró hacia atrás.

Esto que ocurrió hace más de quince años, me quitó el sueño durante mucho tiempo. Me despertaba en la noche sintiendo que esa mirada me vigilaba constantemente.

Creí que el suceso había quedado en el olvido pero la semana pasada algo extraño hizo que volviera a recordarlo.

En la ventanilla del subte, un pibe con un bolso al hombro, me preguntó como hacer para ir a la estación Bulnes. Se lo estaba explicando cuando, al mirarlo a los ojos, noté que su cara se transformaba como si hubiese visto un fantasma. Su mirada me hizo revivir aquel terrible recuerdo. Ya se había hecho tarde, así que corrí hacia el tren que se estaba yendo.

Desde entonces regresaron las pesadillas. Ha vuelto a perseguirme la mirada de aquel señor al que le pregunté, hace más de quince años, cómo llegar a mi casa, un frío lunes del mes de abril.