Ella tomó el tren de las 18.26. Iba a visitar a su amiga Nadia. Nunca tomaba este tren. Se sentía misteriosamente extranjera. Parecía mentira que con un anden de por medio, y un destino dispar, las cosas fueran tan distintas. Porque a esta altura, después de tantos años, había cierta familiaridad con el ramal que tomaba diariamente. Había muchos pasajeros que siempre cruzaba. Era esa extraña familiaridad que a su vez impide cualquier contacto, a menos que algún hecho fortuito lo haga inevitable.
Pero ahora no. Todo era extraño. Las caras, los vendedores ambulantes, los guardas, las estaciones, los músicos que pedían plata a cambio de mitigar el traqueteo.
Logró sentarse luego de la primera parada. Y ahí fue que lo descubrió. Él la miró. No era una mirada pesada, ni molesta. Ni siquiera incómoda. Sus ojos se encontraron. Una y otra vez. Era como un descanso mutuo. No les costaba mantener esa mirada. Es más, no podían dejar de mirarse. Pasaron de un par de miradas fugaces, intrigadas y vergonzosas al principio, a una mirada profunda, comunicativa, definitiva.
Los vendedores, los demás pasajeros, los guardas, las estaciones, todo pasó a un segundo plano. Solo subyacía ese mínimo de atención necesaria para saber cuándo uno ha de bajarse. Y de pronto sucedió. Ella tuvo que bajar. Su amiga Nadia la estaba esperando. Se siguieron mirando aún cuando el tren se movió. Ella desde el andén y él desde adentro. Ella tenía la seguridad que lo iba a volver a encontrar, era el tren de las 18.26, no cabía ninguna duda.
Al día siguiente, a pesar de no tener que ir a ver a Nadia, ella volvió a tomar el tren de las 18.26, subió al mismo vagón. Se sentó en el mismo asiento pero esta vez, desde la salida. Y empezó a buscarlo. No estaba. Igual, faltaban un par de minutos para que el tren saliera. Ya subiría. El tren arrancó. El no estaba. Ella comenzó a ponerse nerviosa. Esperó una estación. Y comenzó a caminar por el tren. En un sentido, y en el otro. Lo recorrió de punta a punta. Pero no. Él no estaba. Se ve que había perdido el tren. Un extraño sentimiento de desencanto la inundó. ¿Cómo no se esforzó por tomarse el mismo tren? ¿Acaso no era obvio que se tenían que volver a encontrar ahí? ¿Cómo podía ser? Pero no estaba. Ella de a poco fue tranquilizándose. Una estación después de la que correspondía a la casa de Nadia, se bajó, cruzó al otro andén y se volvió. Mañana iba a volver a intentar. Durante la vuelta, que le pareció eterna, ella ideó distintas estrategias para el día siguiente. Iba a ir más temprano, como para esperar el tren. Se iba a parar al comienzo del andén. Lo iba a tener que ver. El tenía que pasar por ahí. Se iba a vestir igual que el día que sus miradas se encontraron. Tenían que volver a encontrarse. Era obvio. Y así hizo. El día siguiente, y el otro, y toda la otra semana. Se tomaba igualmente el tren, por si el subía en la primera estación ya que lo había descubierto luego de esa parada. Pero no. No lo encontraba.
De a poco, esa sensación de extranjería que tuvo al principio en ese ramal, fue amainando. De a poco, cuando resignada bajaba la guardia, comenzó a disfrutar de los músicos, a repudiar a los vendedores, a familiarizarse con los guardas. Luego de un mes, seguía con la esperanza de volver a verlo. De volver a descansar en esa mirada. De volver a soñar. Encontró una excusa cualquiera para visitar más seguido a Nadia, porque se le hacia muy tarde, a veces tenía hambre y sueño. Perdió esa costumbre de leer en el tren, que tanto la reconfortaba. Algunos comenzaban a mirarla con desconfianza. Luego de varios meses, canceló su contrato de alquiler, y se mudó a lo de Nadia. Cualquier excusa le sirvió. Empezó a tener problemas en el trabajo, porque cada tanto salia temprano. Su obsesión comenzó a abarcar las mañanas también. Pero nada. Nada de nada. Esos ojos, que cada vez se desdibujaban más, no aparecían. Y no aparecieron.
Él, se bajó en la estación siguiente a la que se había bajado ella aquella vez. Iba a lo de su primo. Era la última vez que lo iba a ver ahí. Le habían asignado un destino en la patagonia, que tanto anhelaba. Él se lamentó que ella se hubiese bajado. No se había animado a bajarse. No puedo enamorarme todos los días, dijo. Y ese tren no lo tomó más.
22 de septiembre de 2006
18 de septiembre de 2006
14 de septiembre de 2006
Transportadores
Siempre me pregunté acerca del extraño comportamiento de ciertas personas, preocupadas en el conservacionismo extremo. Estos casos abarcan:
- Taxistas que prácticamente plastifican los asientos cubriéndolos de fundas, que hacen que uno se siente y ande patinándose ante cada curva, acelerada, o frenada. Todo eso en pos de conservar tal como sale de fábrica.
- Madres o Abuelas, que ponen patines en los pisos, para evitar que se pisen; o que guardan los cubiertos de plata en su caja original y no los permiten usar ni siquiera ante un festejo supremo, en pos de que no se pierdan o arruinen. Así cuando les queden en herencia a sus hijos o nietos, los tengan tal cual ellas.
- Señores que lustran y enceran hasta el hartazgo a sus automóviles, no sacándolos los dias de lluvia, o los de mucho sol, o los muy ventosos, en pos de que no se rayen, abollen, ensucien. Asi cuando se vende, esta tal cual.
- Estudiantes aplicados, que forran los libros en papel araña, y llegan al extremo de sacar fotocopias de los propios libros, para no arruinarlos. Esperando que pueda sacarles provecho su progenie.
- Personas en general, que conservan una joya, alhaja, “la cadenita del bautismo” que nunca usaron, ni usarán, ni empeñarán, ni nada, so pretexto de guardarla como recuerdo, pero eso sí, bien guardadas. Capaz que hasta en la caja de seguridad de un banco.
Y así podríamos seguir con la lista. Pero la cuestión que me motiva en este momento, es ¿qué los mueve a actuar así? ¿Será que el instinto de conservación aggiornado por la civilización, encontró formas alternativas de manifestarse?
¿Será que acaso no somos más que simplemente eso: un mero instrumento de conservación?
- Taxistas que prácticamente plastifican los asientos cubriéndolos de fundas, que hacen que uno se siente y ande patinándose ante cada curva, acelerada, o frenada. Todo eso en pos de conservar tal como sale de fábrica.
- Madres o Abuelas, que ponen patines en los pisos, para evitar que se pisen; o que guardan los cubiertos de plata en su caja original y no los permiten usar ni siquiera ante un festejo supremo, en pos de que no se pierdan o arruinen. Así cuando les queden en herencia a sus hijos o nietos, los tengan tal cual ellas.
- Señores que lustran y enceran hasta el hartazgo a sus automóviles, no sacándolos los dias de lluvia, o los de mucho sol, o los muy ventosos, en pos de que no se rayen, abollen, ensucien. Asi cuando se vende, esta tal cual.
- Estudiantes aplicados, que forran los libros en papel araña, y llegan al extremo de sacar fotocopias de los propios libros, para no arruinarlos. Esperando que pueda sacarles provecho su progenie.
- Personas en general, que conservan una joya, alhaja, “la cadenita del bautismo” que nunca usaron, ni usarán, ni empeñarán, ni nada, so pretexto de guardarla como recuerdo, pero eso sí, bien guardadas. Capaz que hasta en la caja de seguridad de un banco.
Y así podríamos seguir con la lista. Pero la cuestión que me motiva en este momento, es ¿qué los mueve a actuar así? ¿Será que el instinto de conservación aggiornado por la civilización, encontró formas alternativas de manifestarse?
¿Será que acaso no somos más que simplemente eso: un mero instrumento de conservación?
5 de septiembre de 2006
Teorías
Lista recopilada entre las 8:45 y las 9:03 del lunes.
10:12:44
09:59:15
14:31:58
03:45:00
…
Y la lista puede seguir. Son las horas que marcan los relojes dispuestos en carteles de publicidad a lo largo de la avenida de Puerto Madero. Como con las cucharitas, me resisto a creer que la razón sea extremadamente simple, como que nadie los pone en hora. Algunas de las teorías que se me ocurren, en asociación libre, y sus respectivas refutaciones, son:
- Recurso publicitario. Improcedente. Al tener el entretenimiento de la hora, los transeúntes nos concentramos en los relojes, incluso, tratando de adivinar la hora que tendrá el de la siguiente cuadra. La publicidad pasa desapercibida.
- Extraño suceso espacio-temporal. Pretensiosa. Nada hace indicar que el tiempo varíe a lo largo de la avenida, ya que el sol brilla a la vez en todos, y las sombras apuntan para el mismo lado.
- Último recurso de los empleados de la zona que llegan tarde para mostrarle a través de la ventana a sus jefes la hora que indica el reloj de la cuadra. Impracticable. Aunque más no sea, habría que acercarse al reloj para lograr cambiar la hora. Y como argumento es extremadamente débil para justificar la llegada tardía. Es prerible reventar la goma del colectivo en que venimos, o matar al perro del vecino que tanto lo quería y está deprimido.
- Jugarreta de un gracioso. Exagerada. Si la idea es desorientar, lo mejor sería que todos digan una hora similar, para resultar creíble.
- El encargado de ponerlos en hora trabaja en un hotel y pone en cada reloj la hora de un lugar particular del mundo. Inexacta. Los husos horarios difieren como mínimo en 1 hora. No es posible que haya tal diferencia de minutos.
- Algún rebuscado, que quiere que la gente elucubre teorías extravagantes acerca de las razones para poner tal o cual hora. Altamente probable. Conmigo surtió efecto.
10:12:44
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14:31:58
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Y la lista puede seguir. Son las horas que marcan los relojes dispuestos en carteles de publicidad a lo largo de la avenida de Puerto Madero. Como con las cucharitas, me resisto a creer que la razón sea extremadamente simple, como que nadie los pone en hora. Algunas de las teorías que se me ocurren, en asociación libre, y sus respectivas refutaciones, son:
- Recurso publicitario. Improcedente. Al tener el entretenimiento de la hora, los transeúntes nos concentramos en los relojes, incluso, tratando de adivinar la hora que tendrá el de la siguiente cuadra. La publicidad pasa desapercibida.
- Extraño suceso espacio-temporal. Pretensiosa. Nada hace indicar que el tiempo varíe a lo largo de la avenida, ya que el sol brilla a la vez en todos, y las sombras apuntan para el mismo lado.
- Último recurso de los empleados de la zona que llegan tarde para mostrarle a través de la ventana a sus jefes la hora que indica el reloj de la cuadra. Impracticable. Aunque más no sea, habría que acercarse al reloj para lograr cambiar la hora. Y como argumento es extremadamente débil para justificar la llegada tardía. Es prerible reventar la goma del colectivo en que venimos, o matar al perro del vecino que tanto lo quería y está deprimido.
- Jugarreta de un gracioso. Exagerada. Si la idea es desorientar, lo mejor sería que todos digan una hora similar, para resultar creíble.
- El encargado de ponerlos en hora trabaja en un hotel y pone en cada reloj la hora de un lugar particular del mundo. Inexacta. Los husos horarios difieren como mínimo en 1 hora. No es posible que haya tal diferencia de minutos.
- Algún rebuscado, que quiere que la gente elucubre teorías extravagantes acerca de las razones para poner tal o cual hora. Altamente probable. Conmigo surtió efecto.
Cucharitas
Desde hace un tiempo, estoy convencido que algo especial sucede con las cucharitas de café. Primeramente, como hemos contado previamente, me llamó la atención la continua desaparición de las mismas, en la cocinita que hay en la oficina donde trabajo. Luego, caí en la cuenta que en el comedor, también hay problemas con las cucharitas. Es más, ya no las ponen más. Las únicas cucharas que hay, son soperas. Incluso para comer un helado, una ensalada de frutas o una gelatina. (Un párrafo aparte merecería aquí este acontecimiento, sin dudas exasperante, que pone a prueba la paciencia y cordura de los comensales, quienes buscan la forma de llegar al fondo de una copa de postre –generalmente cónica- con una cuchara sopera).
Luego comencé a preguntar a mis conocidos y, de a uno, fuimos cayendo en la cuenta y prestando atención a este extraño fenómeno de desaparición de cucharas. Cada uno contó en su casa, y descubrió que en cada juego de cubiertos, había siempre menos cucharitas de café, que del resto de los cubiertos. Llegué a hurgar en las famosas cajas de cubiertos “del casamiento” de mis abuelos incluso, y allí también tenía lugar el prodigio.
Yo no sé que puede pasar, se me ocurren varias teorías escabrosas, que van desde un complot de fabricantes de cubiertos, hasta la tarea de hormigas de un coleccionista. Todas perfectamente refutables, con argumentos apabullantes, como que al fabricante cualquier cubierto le vendría bien, o que a un coleccionista, más de una de un objeto de la misma clase no le importa demasiado. Que las roben de algún bar, o restaurante tampoco me parece muy verosímil, ya que si así fuera, en algún bar sobrarían, y no. Por lo visto faltan en todos lados. Llegué a pensar que serían los ilusionistas, tipo Tu-Sam que las doblaban para deleite de las plateas, pero lo descarté por demasiado pretensiosa.
Los comerciantes de las máquinas expendedoras automáticas de infusiones algo sospechan, porque sino, no hubiesen desarrollado esos horribles palillos plásticos para revolver café, que si está muy caliente, terminan doblados y derretidos.Todo esto que cuento, me ha forzado a tomar partido en el asunto. Ya hace dos meses que no revuelvo ninguna infusión. He optado por tomar el café amargo, no escurro el saquito de té o mate cocido, ni revuelvo el chocolate para quitar la molesta nata. Si señores, he dejado de ser un usuario de cucharitas de café. No voy a seguir alimentándolos, quienesquiera que sean. He dicho.
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