7 de diciembre de 2009

Lacio

Siempre intuyó que en su pelo había algo especial. Desde muy chica. Ese lacio perfecto, esa línea eterna que se perdía en su espalda.
Tan dócil que era casi imposible transmitirle alguna ondulación.
Según decían todos -y era evidente al ver fotos- tenía el mismo pelo que su abuela. Ella apenas la recordaba. Tenía vagamente presente esas tardes interminables cuando la visitaba en la clínica, en las que juntas veían caer el sol.
Había un recuerdo, eso sí, uno especial, que la perturbaba. Una tarde, la abuela había querido que las dejaran solas, pidió un peine y uno de esos cepillos para hacer rulos. Estuvieron horas juntas, mientras la abuela, con la paciencia de una araña, fue rizando los cabellos de su nieta. Al caer la tarde, la cabellera de Julieta estaba todo rizada. Ambas se rieron mucho con la nueva apariencia. Para cuando la vinieron a buscar, a Julieta no le quedaba un solo rizo.
Se despidieron cómplices, festejando la tarde que habían disfrutado tanto.
Esa fue la última vez que la vio. Luego sus recuerdos se oscurecen un poco, el desfile de parientes, el cementerio, el llanto y las caras largas.
Julieta es una preciosa adolescente ahora, que a pesar del tiempo transcurrido, todavía no ha olvidado –ni comprende- lo que sucedió aquella tarde.
Hoy es su noche. Él la pasará a buscar, irán a cenar y luego quien sabe...
Ella quiere estar especial, sólo para él. Por eso pasó la tarde encerrada en su cuarto, con cepillos y rizadores tratando de, por segunda vez en su vida, lucir su pelo ondulado.
La noche fue mágica. Todo lo que había soñado sucedió. A la madrugada, cuando él la dejó en la puerta de su casa, ya no quedaban rastros de los adorables rizos. Con el último beso se despidieron hasta pronto.
Julieta se durmió plácidamente como hacía rato que no lo hacía.
El teléfono la despertó, y las sirenas.
Entonces, acarició su pelo nuevamente lacio, y comprendió.